Hoy es el Día Internacional de la Mujer, y todos están hablando de igualdad, celebrando los logros y la fortaleza de las mujeres. Y está bien, debería ser así. Las mujeres han luchado duro contra la marea de la historia, contra la opresión y la desigualdad, y merecen cada reconocimiento que se les da.
Pero aquí estoy, con una cerveza en la mano, preguntándome dónde encajo yo en todo esto. ¿Dónde encajan los hombres que, como yo, se desgastan en trabajos que rompen la espalda, que se enfrentan a la expectativa de ser fuertes, de no quejarse, de no mostrar nunca un ápice de vulnerabilidad? ¿Dónde está nuestro reconocimiento?
No estoy tratando de robar el protagonismo ni de desviar la atención de lo que las mujeres merecen. Pero en este mar de celebraciones y homenajes, me siento como un forastero en mi propia vida, preguntándome si mis luchas, mis dolores, cuentan para algo.
Las mujeres tienen su día, y está bien. Pero cuando llega el día dedicado a los hombres, parece pasar desapercibido, como si fuera solo otro día. ¿Por qué no hay voces que se alzan por los hombres que están solos, los que cargan en silencio con el peso del mundo sobre sus hombros, los que son castigados por mostrar su humanidad?
No pido simpatía ni quiero aplausos. Solo me pregunto, con esta botella medio vacía en la mano, ¿por qué parece que solo se nos ve cuando algo va mal, cuando somos el problema, y no cuando también somos parte de la lucha, parte del tejido de esta sociedad que está tan rota como nosotros?
Así que aquí estoy, en el Día de la Mujer, brindando por ellas, por su fuerza y su coraje. Pero también brindo por esos hombres olvidados, por aquellos que, como yo, se preguntan si algún día alguien reconocerá sus batallas, sus cicatrices.
No es una queja, es solo una reflexión, una nota al margen en el gran libro de la vida. Porque al final del día, todos estamos tratando de encontrar nuestro lugar, de dar sentido a este caos, buscando un poco de reconocimiento en este rincón olvidado del universo.