Soñando con Margot


La niebla parece aferrarse a la piel del Farero, como si intentara arrastrarlo con ella, devorarlo de una vez por todas. Margot sigue frente a él, esos ojos que ya no son jóvenes, pero que aún cargan la furia y la esperanza de quien no sabe rendirse. “¿Cuánto tiempo vas a fingir que te da lo mismo?” pregunta de nuevo, pero ahora hay algo más en su voz, algo que parece desesperación, como si fuera ella la que estuviera a punto de romperse.

Él la observa, y en ese momento lo entiende: no hay nada más. No hay grandes revelaciones, ni epifanías redentoras. Solo el crujido de los huesos, la humedad calando hasta el alma, y la certeza de que mañana será igual de jodido que hoy.


Los dos gatos del Farero maúllan desde un rincón del faro, ignorados, como sombras que saben demasiado de la vida de un hombre que nunca aprendió a vivirla. Margot apenas les lanza una mirada, porque para ella, los gatos son la excusa, el símbolo de todo lo que él nunca fue capaz de dejar atrás. Se acerca a él, el vestido rojo empapado y aferrándose a su piel, como si la noche misma quisiera devorarla, y él, con sus manos temblorosas, intenta aferrarse a la botella, pero ya no tiene sentido. Nada lo tiene.

“Los gatos te seguirán cuando ya no quede nada de ti,” dice ella, su voz como un susurro que se clava en su pecho, y él lo sabe. Los malditos gatos siempre estarán allí, esperando el momento justo para quedarse con lo que quede de él.


Margot lo besa, no con amor, ni con odio, sino con la brutalidad de quien entiende que los finales no significan nada, que al final del día, somos solo un puñado de carne y huesos tratando de encontrar algo que nos haga sentir vivos por un segundo más. Él la besa de vuelta, pero no hay dulzura, no hay desesperación, solo la realidad cruda de dos seres humanos que no tienen a dónde ir, que no tienen más que ese momento antes de que la niebla los devore.

Ella lo empuja contra la pared del faro, y él deja escapar un gemido que suena más a risa que a dolor. “Eres un imbécil,” susurra Margot, y él se ríe, porque lo sabe, porque siempre lo ha sabido. Porque tal vez ser un imbécil es todo lo que le queda. Los gatos se acercan, y uno de ellos se sienta a su lado, ronroneando, como si esperara su turno para robarle un pedazo de alma.

“¿Y ahora qué?” pregunta Margot, su voz cargada de un cansancio que él reconoce, porque es el mismo que lo ha seguido toda su vida. “¿Vas a quedarte aquí, atrapado en este maldito faro hasta que no quede nada de ti? ¿Hasta que incluso los gatos se cansen de tu miseria?”

Él la mira, y por un segundo, todo es claro. No hay esperanza, no hay futuro, solo la certeza de que mañana será otro día de mierda, otro amanecer que no le pertenece. “Sí,” responde, con una sonrisa que es más un corte en la cara que un gesto. “Voy a quedarme. Alguien tiene que apagar la luz cuando todo termine.”

Margot lo mira, y por un momento, parece que va a decir algo, algo importante, algo que podría cambiarlo todo. Pero no lo hace. En lugar de eso, da media vuelta y se aleja, sus pasos resonando en la madera podrida del faro, como un latido que se va apagando.

Los gatos la siguen, pero uno de ellos se detiene, mirándolo por última vez antes de desaparecer en la niebla. El Farero toma un último trago de la botella, la deja caer, y se sienta en el suelo frío. Cierra los ojos y espera, no un final, no un principio, sino simplemente el silencio.

Y por primera vez en años, siente que está bien. Que tal vez, solo tal vez, el verdadero truco era no encontrarle sentido a nada.

Inspirado by AG

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